Por qué será que en el plazo de
una semana me he encontrado, otra vez, con la invasión de los mandalas. Mandalas
para colorear en un puesto de artesanía medieval. Mandalas en la casa del
pueblo dejados a medio pintar por mis sobrinos. Mandalas publicados por un
centro residencial de otra comunidad, mostrados orgullosamente en internet.
Mandalas gigantes en una feria de juegos. Mandalas, mandalas, mandalas. Y yo
que pensaba que la fiebre ya había ido bajando.
No cuestiono la utilidad lúdica y
terapéutica de los mandalas. Doy por supuesto que algún beneficio tendrá a
nivel cognitivo, emocional o conductual. Si no, por qué iban a alcanzar la categoría de plaga.
Pero cuando visitas durante años
residencias y centros de día y te encuentras con los consabidos mandalas allá
donde vas, empiezas a tener la sensación de si no se habrán introducido en los
centros socio-sanitarios como el producto milagro. Si no, no se explica esa
invasión generalizada de los últimos años.
Y ya escribí hace tiempo sobre la infantilización de mayores a través de los materiales y la decoración. Habrá
quien diga que pintar mandalas no es para nada infantilizador. Efectivamente,
por sí sólo no. Prueba de ello son los blocs de mandalas que también se venden
para adultos y las apps para Smartphone. Dicen que reduce el estrés y trabaja
la concentración. Y desde luego no vamos a acudir aquí al verdadero origen del
mandala.
Pero sabemos que los mandalas
nunca vienen solos. Más o menos cerca les acompañan las consabidas láminas y
pósteres infantiles, los recortables, los pinta y colorea. Y si es otoño, quizás hojas de árboles marrones,
amarillas y verdes por las paredes. Si es verano, soles y flores. Si es
invierno, copos y muñecos de nieve. Si es primavera, las flores de colores. En
Navidad, el omnipresente Papa Noel. Y si te descuidas por Halloween, algún
fantasma. En algunos lugares, inteligentemente, han recurrido a los elementos
decorativos neutrales y anacrónicos, que sin celebrar ninguna fecha ni época
concreta, los puedes dejar hasta el final de los tiempos: sirvan de ejemplo las
cadenetas de papel. La teletransportación a un aula de Educación Infantil o
Primaria está asegurada.
Año tras año compruebo en mis
alumnos de Magisterio y Pedagogía de la universidad lo desconcertante de esta
realidad invisible. Ellos, como es obvio, no conciben ese tipo de actividades,
materiales y decoración fuera de su ámbito, quizás por defecto profesional.
Pero lo interesante de esa reflexión, para mí, es constatar que lo que para
unos está totalmente normalizado, para otros es una realidad desconocida. Para
gran parte de la población, me atrevería a decir, si nunca han entrado en un
centro socio-sanitario. Incluso escandalosa. Me consta que esta realidad es
también objeto de queja en el ámbito de la discapacidad en adultos.
Mandalas, con todo su séquito
lúdico-terapéutico, acaban siendo el más flagrante síntoma de la visión y trato
infantilizadores a los adultos y personas mayores. “Son como niños”, “poco más
se les puede pedir”, “mientras estén entretenidos”. Un compañero mío suele
decir que nada odia más que ver a un corro de abuelitos (léase con tono ñoño)
lanzándose una pelota.
Son fiel
representación de una manera de entender la atención a adultos y mayores. La
mirada desde la que nos relacionamos con ellos. “Son como niños”. Eslogan de
ese pensamiento social infantilizador, que resta dignidad y los devalúa. Y que
poco interés muestra en invertir, gastar, transformar, crear, innovar. Y ya
sabemos, lo digo siempre, el lenguaje construye realidades.
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