En las últimas semanas han
abundado (tristemente) las noticias sobre denuncias de maltrato y abuso en
diferentes residencias de mayores. Fue muy comentado el vídeo y la
correspondiente noticia que se denunciaban en los medios mostrando a dos
auxiliares de enfermería maltratando o proporcionando un trato denigrante a
Elisa, persona mayor residente en un centro. Tristemente no es un hecho
aislado, aunque quiero pensar que no es generalizado ni habitual. Bien es
cierto por otra parte que cuando se habla del maltrato a personas mayores
siempre se utiliza la metáfora del iceberg, en relación a la gravedad de este
fenómeno social que continúa escondido bajo la superficie, dando lugar a muchas
menos denuncias en comparación con el número de casos de maltrato que se estima
existen en nuestro país.
Pero en esta ocasión los medios
de comunicación insistieron en dos cuestiones que me parecieron especialmente
relevantes por lo equivocado (a mi parecer) del argumento: la preparación de estas
dos chicas para trabajar en el ámbito y la desfachatez (por decirlo
delicadamente) de publicar el vídeo en redes.
Empezando por la segunda
cuestión, diré lo que ya expresé en otro medio: El descerebramiento de quienes
creen vivir para y por las redes sociales a costa de lo que sea, no conoce
límites. Y quiero creer que no se trata de algo generacional, pero asusta cada
vez más el uso que parte de la población hace de las redes sociales, no diré ya
sin pudor, gusto o empatía hacia los demás, sino con una falta total de ética y
moral.
Publico, luego existo. Ahí acaba
todo para muchos/as.
Y siguiendo con la primera
cuestión. Convendría matizar primero qué entendemos por preparación. En los
medios se escandalizaban porque personas que se han formado para trabajar con
personas mayores y han elegido esa profesión, sean después capaces de
semejantes actos. En primer lugar, diré que no dudo de la preparación técnica
de estas chicas. Seguro que cuentan en su curriculum con el correspondiente
título que les habilita para la profesión y les permite ejercer su trabajo en
centros sociosanitarios y habrán superado las consiguientes evaluaciones. Pero el hábito no hace al monje. Y lo que no está tan claro es la formación humana,
humanista, que hayan podido recibir estas chicas. No echaremos la culpa de sus
actos ni a los planes de estudio, centros formativos o profesionales que les
hayan formado, ni mucho menos. Tampoco a quienes les hayan educado desde niñas. Pero quizás va siendo hora de que la formación
técnica vaya además acompañada de una formación ética y antropológica con mayor
peso y presencia en los planes de estudio que habilitan para ejercer la
profesión.
También digo que ni cien cursos,
grados o posgrados hacen más humano a quien está deshumanizado. De esto hablé
justamente en la entrada anterior de este blog. Además de buenos profesionales,
necesitamos profesionales buenos. Y es esa ética personal y profesional lo que
no resulta tan fácil de adquirir ni de educar, aunque sí de demostrar. En la
carrera nos decían que “solo se educa quien quiere ser educado”.
Quien es bueno, bueno en el
sentido más amplio de la palabra, lo es también en su trabajo si verdaderamente
es esa la profesión para la que ha nacido y por tanto se ha formado y la ejerce
como debe, no sólo a nivel técnico sino también humano.
Y esto me lleva a la siguiente
cuestión: la vocación.
Hablamos de un sector profesional
eminentemente vocacional. No por tratarse de un ámbito y profesión especiales
(¿o sí?), mejores que cualquier otro. Pero sí con una tarea entre manos de
enorme trascendencia. A la vez que desgastante por la dureza del trabajo, tanto
física como psicológica. Acompañar en la última etapa de la vida a una persona,
contribuyendo a su felicidad, respetando y apoyando su sentido de vida y
facilitando la realización de su proyecto vital, no es algo para lo que
cualquier persona está llamada ni preparada, por muchos títulos en su haber. Es
trascendente para el propio protagonista y para quienes tienen la fortuna de
ser partícipes de todo ello, puesto que también dejará una huella en sus
propias vidas.
Sin embargo, asistimos en
ocasiones al desenmascaramiento de desalmados y desalmadas como lo son las
protagonistas de la noticia. Sí, personas sin alma. Porque no puede
comprenderse de otra manera que alguien pueda abusar de otra persona aprovechándose
de su debilidad. También es cierto que la anestesia moral que abunda cada vez
más en la era de internet y las redes sociales es de verdad alarmante.
Cuando hablamos del trabajo con
personas mayores emerge una y otra vez la palabra “vocación”. O dicho de otra
manera, “estar llamado/a a”. La RAE la define como la “inclinación a un estado,
una profesión o una carrera”. Ducho mucho que nadie pueda “estar llamado a”
tratar violentamente a una persona mayor, a cualquier persona; ya sea con su
cuerpo, su palabra o su simple desprecio. Pero sí creo que hay personas que sin
sentir llamada alguna, se dedican a trabajar con personas mayores como podrían
dedicarse a plantar zanahorias. Sin despreciar a los agricultores, cuya
humanidad y preparación serán sin duda muy superiores a las de las
protagonistas.
Con esto quiero decir que la
primera responsabilidad de cada persona comienza por reconocer aquello para lo
que está llamada, para lo que sirve y se ha formado, y con todo ello puede
aportar en beneficio de los demás, además de en el suyo propio. No todos
servimos para todo. Y en esa reflexión personal, madura y responsable conviene
discernir qué implica ejercer una profesión concreta, a todos los niveles: profesional,
personal, social. Y comprometerse sinceramente con ello.
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