En este último año he podido escuchar
a algunos cuidadores hablar acerca de una situación parecida. Ante el
diagnóstico de su familiar, imprevisto y devastador, se habían encontrado de
pronto en la necesidad de afrontar el dramático hecho de que sus familiares iban
a empeorar a ojos vista y rápido, muy rápido. Mal que bien, todos ellos habían
adoptado poco a poco medidas, habían introducido pequeños o grandes cambios en
sus vidas. Y así, con poca ayuda y mucho desconocimiento, se habían ido
haciendo a la nueva situación. “Nadie te prepara para esto”, se lamentaban, “no
se lo deseo a nadie”.
*Fotografía de Oscar F. Hevia
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Y al poco de colgarse ellos
mismos la etiqueta de cuidadores, pensaron en un momento dado algo así como: “ya
nunca podremos hacer esto”, “ya nunca podremos ir a ese lugar”, “ya nunca
podremos disfrutar de aquello”. Ya entonces anticipaban que la vida de todos,
de familias completas, iba a cambiar. Y decidieron hacer un viaje (en un caso
fue hacer una escapada a un lugar querido, en otros viajar de vacaciones a una
ciudad/país desconocido). “Una última vez”, pensaron todos. Por lo que sabían
que iba a pasar.
Con toda la buena intención y
voluntad a raudales, intentaron prepararse para lo que creyeron que podía pasar:
nerviosismo, impaciencia, situaciones incómodas, olvidos, desorientación,
frases inoportunas, insomnio, cambios de humor... En todos los casos su
familiar tenía un diagnóstico de demencia, de distinto tipo, cada uno con su
edad y circunstancias. Y más que menos, todos
se habían informado con médicos y otros profesionales o cuidadores que pasaban por
situaciones similares sobre el pronóstico y las necesidades emergentes.
Y con el pensamiento de “una
última vez” rondando en sus cabezas confiaron en la buena suerte y se lanzaron
a ese viaje “que ya nunca íbamos a poder volver a hacer”, recordaban.
*Fotografía de Oscar F. Hevia
En todos los casos, tristemente,
esas familias volvieron de sus vacaciones con más sensación de agotamiento que otra
cosa. Embargados por la tristeza, el miedo, la frustración, la impotencia. Contaban
que su familiar estuvo totalmente desregulado (lo explicaban con otras
palabras), desorientado, desubicado. No reconocía, lógicamente, ni los lugares,
ni el hospedaje, ni tampoco las personas que le rodeaban y se dirigían a él
constantemente. Y el temor y disgusto que invadía a su familiar, se acababa
haciendo extensivo a toda la familia, que se sentía dominada por la situación.
Los efectos se hicieron notar todavía en los días siguientes a su vuelta al
hogar.
Los familiares contaban su
experiencia no sólo apesadumbrados, sino arrepentidos. Pero, ¿arrepentidos de
qué? ¿De querer disfrutar en familia una última vez? ¿De querer construir un
bonito recuerdo al que agarrarse en el futuro? ¿De querer ver a su ser querido sonreír
como siempre lo hacía? Quién puede culpar a nadie de querer disfrutar y ser
felices juntos, mientras se pueda, ante lo que pueda venir después. Arrepentidos, decían, de
engañarse a ellos mismos pensando que todavía podían irse de vacaciones y
pasarlo bien juntos. “Ya nada será como antes”, se lamentaban.
Una vez más, el acompañamiento,el asesoramiento personalizado, la empatía, la comprensión, la formación,
podían haberles preparado mejor para decidir si viajar era lo más idóneo. Si
visitar un lugar desconocido era necesario. Si sacar a su familiar de su
entorno habitual era aconsejable. Si emprender esas vacaciones era la única o
mejor manera de construir bonitos recuerdos en familia que perduraran en el
tiempo. Podían haberles evitado ese sentimiento de culpabilidad. Y la soledad
que produce enfrentarse a una realidad desconocida, de la que no queremos
hablar, para la que nada nos prepara y que la sociedad se empeña en retener
escondida dentro de miles de hogares.
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