Quien me conoce, sabe
que mi pasión son las personas mayores. Y aunque siempre he dicho con orgullo
que soy pedagoga (también psicopedagoga, pero nunca me sentí identificada con
ello), en muchas ocasiones también he sentido mi titulación como un lastre. Por aquello
de que la gente cree que si eres pedagoga, trabajas con niños.
“Soy pedagoga, pero
no me gustan los niños”, me adelantaba ya a la preguntita.
Y entonces se
escandalizaban: ¡¡¿Cómo?!! ¿¿No te gustan los niños??
Yo aclaraba resignada: “Sí me
gustan los niños y me gustarán los míos cuando los tenga, pero no quiero
dedicarme profesionalmente a ellos”.
Todavía
no me he librado de la preguntita. Y ya tengo 4 hijas.
Y mientras, picoteando
de aquí y de allá, son ya más de 15 años acumulando experiencias en el ámbito del
envejecimiento. Y entre licenciaturas y doctorado, he podido también trabajar
en residencias de ancianos, SAD, actividades intergeneracionales, proyectos de
voluntariado y programas de envejecimiento activo.
Con 23 años tuve mi
primera experiencia de cuidado. Concretamente como gerocultora (sin titulación) en una
residencia de Pamplona. Diría que fue una experiencia decisiva en mi vida,
tanto en el plano personal como profesional. Por suerte, las personas de mi familia fallecían generalmente muy mayores, por complicaciones derivadas de un envejecimiento ya muy avanzado o enfermedades habituales. Pero allí descubrí lo que significaba la
enfermedad degenerativa, la demencia, el cuidado, la asistencia... Descubrí
historias de vida únicas, en boca de personas o familiares que tenían mucho que
contar. Descubrí profesionales con una capacidad de entrega a prueba de todo:
falta de reconocimiento, bajos salarios, condiciones laborales precarias, sobrecarga,
colegas de dudosa profesionalidad, familiares desagradecidos, residentes
desesperanzados... De alguna manera me adentré en el mundo del envejecimiento
que, para mí, empezó a ser más real. Descubrí que las personas no siempre
envejecen bien, ni donde quieren, ni con quien quieren, ni como quieren. Que a veces asistencia
y cuidado se confunden. Que la risa y el llanto no siempre tienen lógica,
pero sí significado. Descubrí que hay mucho por
hacer, por mejorar, por cambiar.
Y como ocurre ya en
muchas familias, también en la mía pude vivir tiempo después el cuidado familiar de larga
duración. He aprendido del envejecimiento, de las enfermedades degenerativas,
del impacto en los/las cuidadores/as, de la transformación en la familia, de
los cambios en las relaciones, de la soledad de las personas, de la
invisibilidad del cuidado, del desconocimiento de la sociedad.
He comprobado también
que la familia cuidadora no siempre tiene el apoyo y atención necesarios. No a
tiempo, para prevenir. Tampoco una formación específica y personalizada. He
constatado que abunda lo sanitario, lo técnico, lo asistencial. He vivido de cerca el riesgo de objetivación, de
estandarización y de despersonalización. El peligro de ser un número más entre
muchos y aplicar el “café para todos”. He sido testigo de la
deshumanización de los servicios sociales y la infantilización y trato inadecuado a mayores.
Y también he tenido la
suerte de conocer grandes personas, instituciones, experiencias que me han
dejado huella.
Como pedagoga, veo que
queda mucho por hacer en la formación preventiva, en el acompañamiento
personalizado a las familias, en la elaboración de proyectos de vida llenos de
sentido para cada persona mayor y en la humanización de instituciones y procesos. Lo
afronto como un reto ilusionante: aportar en un campo en el que la formación, la prevención y
el acompañamiento son clave. Y donde el escuchar, el compartir, el
respetar, el reconocer y el poner en valor, privada y públicamente, son
imprescindibles.
Además de reflexionar
mucho sobre todo ello, desde 2013 escribo este blog.
(2012) Curso Anual de Envejecimiento Saludable, Fundación Profesionales Solidarios, Pamplona |
Comentarios
Publicar un comentario